«Voy a salir de la sala. Estaré observando tus reacciones tras el cristal. Déjate llevar por lo que sientas o te ordene tu cerebro al ver las imágenes». Poco después, el científico cierra la puerta y el paciente 19 se queda a oscuras. En unos instantes, comenzará una sucesión de imágenes de contenido sexual que irá in crescendo hasta mostrar las escenas más salvajes del cine pornográfico. Con una salvedad: solo sexo heterosexual.

Cuando la pantalla se enciende, el joven, rodeado de cables en la cabeza y con un implante de electrodos de acero inoxidable con aislamiento de teflón en la región septal del cerebro, no puede dejar de preguntarse, ¿cómo demonios he llegado hasta aquí?

La escena en cuestión ocurrió en una época donde la ciencia experimentaba con los límites de la ética, sin embargo, había algo mucho más profundo y poderoso tras el trabajo que se inició en aquel laboratorio. Estaba en juego demostrar al mundo entero que el placer más imposible e indescriptible, aquel capaz de aunar el gusto, el deleite, la satisfacción más suprema y el regocijo más indescriptible, no necesitaba de químicos ni de libido, tan solo de un dedo que fuera capaz de apretar el botón de la felicidad.

Una descarga de electricidad que iba a recorrer en milésimas de segundo los resortes del organismo hasta llegar directamente al centro de recompensa del cerebro y, llegado el caso, a un clímax que escapa a la razón.

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