Al cumplirse los cien años del Primer manifiesto del surrealismo, parece oportuno fijar la atención en uno de los grandes poetas surrealistas españoles, Luis Cernuda, cuya obra bajo la égida de la revuelta preconizada por el grupo francés se hace patente en los libros Un río, un amor y Los placeres prohibidos (el primero de 1929 y el segundo de 1931, pero que, salvo adelantos en revistas y antologías, no vieron la luz hasta 1936, con su aparición conjunta en la primera edición de La realidad y el deseo).

Queriendo huir de la cárcel rigurosa (versos como barrotes exactos) en la que él mismo se había metido al escribir Perfil del aire (1927) y luego Égloga, elegía y oda, dos libros muy encorsetadamente formalistas (aunque con aires simbolistas y por entonces modernos), Cernuda ensanchó el espectro de sus lecturas francesas y miró hacia el nuevo fenómeno venido de Francia, el surrealismo, abriendo sus ojos a André Breton y su grupo (con Louis Aragon ya estaba familiarizado).

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